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La Independencia y el pensamiento mágico

"Vale, ya somos independientes, ¿ahora qué ostias hacemos?", escribía en un tweet Odón Elorza ayer.

Felicidades, queridos independentistas, ya sois República. Bueno, ¿lo sois ya? Es difícil de decir. Ahora mismo coexisten dos realidades paralelas a la espera de que la una se imponga a la otra. Por un lado, la proclamada por el Parlament a eso de las 15:30 de ayer, la realidad republicana. Por el otro, la publicada por el BOE cinco horas más tarde, que restituye la legalidad monárquica española en la región. Así que hay república y no hay república a la vez. Esa esa la gran paradoja. 

Porque no hay mayor paradoja que proclamar la Independencia de la República Catalana y cinco horas más tarde gozar de las cuotas de autogobierno más bajas de los últimos cuarenta años. Pero ese es el escenario en el que hoy se encuentran dos millones de independentistas catalanes. Su President y su Govern han sido destituidos y hoy Mariano Rajoy, el líder de un partido que en Catalunya cosechó el respaldo de solo el 7% de los electores en las últimas autonómicas, goza de plenos poderes en Catalunya. Poderes que ha delegado en su mano derecha, Soraya Sáenz de Santamaría. Maldita Independencia, se fueron únicamente para tenerles más cerca.

El pensamiento mágico.


El escenario actual pone de manifiesto dos cosas. La primera es que con una proclamación oficial de Independencia no basta para ser independientes. La República, ya sea catalana, española o mozambiqueña, por el contrario, es algo que se construye, se implementa. La proclamación está muy bien a efectos emocionales, pues alimenta la esperanza de la masa social que respalda el procés. Pero una República no es algo que se constituya como el resultado de un hechizo, diciendo unas palabras mágicas. Convendría que los independentistas tuvieran en cuenta esto y no se dejaran llevar por el pensamiento mágico.  

Los 200 alcaldes de municipios independentistas ayer en el Parlament, alzando sus bastones... ¿mágicos?

El segundo factor es que, al contrario de lo que habían narrado los ideólogos del procés, la Independencia de Catalunya tendrá costes. A los catalanes se les narró un relato bajo el cual la Unión Europea aceptaría con los brazos abiertos a Catalunya, las arcas públicas estarían más saneadas y la captación de empresas sería más sencilla tras la Independencia. Pero más allá de la falsedad de la primera razón y de los interrogantes más que dudosos que penden sobre las otras dos, la única realidad palpable es que el periodo de inestabilidad jurídica y económica abierto en Catalunya tras la celebración del referéndum del uno de octubre ofrece malas previsiones para el futuro. No habrá independencia lowcost. Y la aplicación del 155 supone un problema añadido.


Sin estructuras de Estado.


Uno de los mayores errores del procés fue lanzarse al precipicio careciendo de una hacienda propia, los mimbres para un banco central y un sistema judicial propio que permitiese encauzar la realidad paralela en la que se embarcaban. Sí, poseían medios de comunicación públicos, policía y embajadas en el extranjero. Pero todo ello son migajas para la realización de una república. Crear una república requiere crear estructuras de Estado, y crearlas requiere un grifo de dinero del que los promotores del proceso ya no cuentan. El dinero ahora mismo lo controla Montoro, y la inexistencia de un banco central catalán impide financiar el proceso vía deuda. Además, Puigdemont y los suyos han sido destituidos, y esa destitución solo puede ser impugnada en las calles y no bajo un sistema judicial paralelo y del que ahora se carece. Ha sido un salto al vacío y sin red desde el punto de vista burocrático.

El camino de la desobediencia civil.


Sin estructuras de Estado, el camino obligatorio que ha de transitar el procés es el de la desobediencia civil ante la legalidad. Y este es un camino plagado de minas que puede destruir definitivamente el procés. En primer lugar, porque se enfrenta a la amenaza de conatos de violencia. Sabemos que las movilizaciones independentistas hasta el momento, salvando casos puntuales muy marginales, han sido pacíficamente envidiables, actos engalanados en la bandera de la fiesta. No obstante, ante la invasión del gobierno central y la pérdida de autonomía, esto puede cambiar. Es necesario que los manifestantes mantengan la cabeza fría y no transiten un camino del que se podrían arrepentir en el futuro. Como le dijo ayer Donald Tusk al gobierno de Rajoy, la UE espera que se favorezcan la fuerza de los argumentos, y no el argumento de la fuerza. Pero este mensaje vale también para el bando independentista. Si la violencia la empiezan ellos, habrán perdido la partida.

En segundo lugar, porque la desobediencia civil capaz de poner en jaque la ocupación estatal es también, y sobre todo, aquella que pueden realizar los funcionarios desde las propias instituciones, desoyendo los mandatos de sus nuevos superiores y declarándose en rebeldía. El problema de ese curso de acción es que el gobierno central ya lo tiene previsto. El artículo 155 prevé multas y suspensiones de empleo y sueldo a aquellos funcionarios de la administración catalana que se atrevan a desobedecer. Y esto es un problema a todas luces. Puede que desde el punto de vista independentista sea deseable que el procés se corporice en todos los estratos de la sociedad. Pero, al mismo tiempo, es extremadamente ingenuo esperar que todo el mundo se convierta en mártir y, sobre todo, esperar que entiendan que deben convertirse en mártire. Lo último que entiende de identidades en este mundo es el bolsillo.

Y entonces, ¿qué hacer?


Ayer Mariano Rajoy hizo el primer movimiento inteligente dentro de toda la cadena de despropósitos que ha protagonizado en torno al problema catalán en los últimos años. Siguiendo las tesis del PSOE, que reclamaban una intervención lo más liviana posible, convocó elecciones para el 21 de diciembre, el plazo más corto posible que contempla la ley, 54 días. Fue el movimiento más inteligente posible porque, lejos de las tesis cavernarias, minimiza el impacto, ya de sí doloroso, de la intervención estatal y, con ello, minimiza los efectos emocionales de esa intervención en el macro-relato independentista. Es una apuesta arriesgada, sí, porque si pierde el bloque constitucionalista, entonces... ¿qué hacer?

Pero plantear esa pregunta es adelantarnos un poco en la historia que está por llegar. Para empezar, al independentismo se le plantea un interrogante de fuerza mayor con la convocatoria electoral. Por un lado, tienen la opción de no reconocer las elecciones, adherirse de forma inquebrantable a la declaración de Independencia proclamada ayer y, en consecuencia, no presentarse a ellas. Esta decisión tendría el poder de dotar de una coherencia tal a su discurso que insuflaría, sin lugar a dudas, de nuevos ánimos a la masa social que les respalda, lo cual favorecería los objetivos de la desobediencia civil. El problema más obvio de este planteamiento es que regalarían la Generalitat al bloque constitucionalista durante cuatro años, con los peligros en materia de recentralización de competencias que surgen de ello. En este sentido, la revolución podría traer consigo una restauración mucho más dolorosa de lo que sería deseable.

La otra opción consiste en surfear las contradicciones y adoptar un enfoque pragmático. Presentarse a la convocatoria electoral del 21 de diciembre dejaría en agua de borrajas la proclamación de ayer, pero los costes de no hacerlo serían mayores, como hemos visto. El independentismo tendría difícil hacer compatible la desobediencia civil que promueve para los ciudadanos con la sumisión a las autoridades españolas por parte de sus políticos. Muy complicado, pero no imposible. A fin de cuentas, la intervención estatal es una causa de fuerza mayor, y aunque Rajoy haya tenido la habilidad de minimizarla, durante casi dos meses va a ser una realidad en Catalunya. Presentarse a esas elecciones podría ser vendido desde el independentismo no como una contradicción, sino como el heroico aunque doloroso gesto que trata de no extender cuatro años lo que de momento no sería más que una "invasión" de dos meses. Es decir, el cortafuegos necesario de un mal mayor.

A estas alturas, lo único que parece claro es que tanto en el bando constitucionalista como en el bando independentista, si los sucesivos "¿qué hacer?" a los que se han enfrentado las dos partes hubiesen sido contestados con planteamientos guiados por las tripas, la emoción y el pensamiento mágico, hace mucho tiempo que esta partida habría acabado con la victoria del oponente. La proclamación de ayer puede tener el peligro para el bando independentista de hacerle dejarse llevar por el pensamiento mágico. Pero si nuestro análisis es correcto, la decisión óptima de los independentistas ha de ser la que traslade el interrogante a Rajoy el 22 de diciembre, rezando para que las contradicciones asumidas no resquebrajen el discurso propio e impidan la victoria electoral el día antes. Difícil, pero no imposible. Cualquier otra solución para ellos es abandonarse al pensamiento mágico.

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