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La entrevista del morbo

Maduro y Évole en los prolegómenos de la entrevista.

Es curioso como de un tiempo a esta parte Venezuela ha copado los primeros puestos en la agenda informativa. Sabemos más de Venezuela que de nuestras vecinas Portugal o Italia, y eso debería hacernos sospechar. La inusitada presencia del país caribeño en los medios tiene múltiples causas, y la relación histórica que nos une o los intereses empresariales cruzados son dos de las más importantes. Pero si hay algo que explica la asiduidad de las informaciones referentes a Venezuela es el hecho de que los fundadores de Podemos realizaran en el pasado trabajos de asesoría para el gobierno chavista. Esa relación laboral, junto a la existencia de una conspiración para desprestigiar a Podemos y evitar que gobernase apoyando al PSOE —como admitió el propio Pedro Sánchez en su entrevista con Évole del año pasado—, están en la base de la presencia mediática abusiva del país latinoamericano en los medios de comunicación. Recordemos que idénticas asociaciones de ideas se hicieron para relacionar al partido de la Complutense con ETA, el legado negro del Comunismo, el Fascismo, el secesionismo o cualquier concepto que aglutine en la sociedad española un razonable consenso sobre su rechazo. El objetivo es obvio: la demonización del único partido que en la actualidad puede acometer cambios de calado en las instituciones españolas; cambios que a buen seguro resultarían incómodos para las élites que de facto gobiernan el país.

Este planteamiento presupone algo que hemos dado por sentado: que Venezuela —o por ser más precisos, el gobierno chavista—, tiene una connotación claramente negativa en el imaginario colectivo en España. Creo que esta idea es, en general, cierta. Desde los tiempos de Chávez las noticias que nos han llegado desde allí han sido negativas. Una tras otra. Y ante la imposibilidad de explicar racionalmente cómo era posible que el oficialismo ganase una tras otra todas las convocatorias electorales validadas por observadores internacionales —recordemos a Jimmy Carter, nada sospechoso de ser chavista, declarando al sistema electoral venezolano como el mejor del mundo—, se fue instaurando la idea de que Venezuela era una dictadura. Ahora bien, ¿qué hay de cierto en todo eso? No es este el espacio para contestar a una pregunta de semejante complejidad, pero tampoco eludiremos la cuestión.

Una visión sesgada de la realidad.


Nuestra visión de Venezuela como dictadura se fundamenta en cierto conjunto de hechos que los medios españoles se han encargado de grabar a fuego en nuestras mentes. Uno de los más importantes es la supuesta ausencia de libertad de prensa. Según nos cuentan, la pérdida de concesión de licencias a televisiones y radios que mantienen una línea editorial contraria al régimen es una constante. Esto es parcialmente falso. Es cierto que se han producido pérdidas de ese estilo, pero no es cierto que la prensa opositora esté prohibida. La mayoría de medios en Venezuela siguen siendo privados y contrarios al régimen. Pudimos comprobarlo el año pasado cuando Albert Rivera viajó a Venezuela para entrevistarse de una manera un tanto atípica con Lilian Tintori, esposa de Leopoldo López, el líder opositor encarcelado, supuestamente, por sus ideas políticas. Por supuesto, la libertad y el grado con el que ésta se ejerce son aspectos muy subjetivos que no vamos a entrar a valorar, y menos desde la distancia. Y no creo, aunque sea por simple prudencia, que la libertad de prensa en Venezuela se ejerza de manera perfecta, ni mucho menos. Pero tengo meridianamente claro que la situación tampoco responde a la idea orwelliana que nos tratan de vender insistentemente desde la prensa española.

Albert Rivera, respondiendo a la prensa, en su llegada a Caracas en 2016.

Otro argumento usado para describir el carácter dictatorial de la revolución bolivariana fue el de las famosas expropiaciones empresariales. Todos recordamos aquel vídeo en el que un Hugo Chávez desatado proclamaba expropiaciones a diestro y siniestro ante una audiencia que celebraba cada una de ellas entre aplausos acomodaticios. El epítome perfecto del populismo liberticida, de la oclocracia y de la perversión de la democracia según sus críticos. Pero lo cierto es que las nacionalizaciones han sido moneda corriente de la política económica de países tan poco sospechosos de ser dictaduras como Francia durante el último siglo. Por el contrario, lo que subyace a menudo debajo de esa crítica es la colisión de intereses empresariales españoles en la región. Las empresas energéticas, y particularmente las petroleras como Repsol, se vieron importunadas severamente por aquellas nacionalizaciones, pues la pérdida de cuota de negocio afectó a su hoja de resultados. Y dado el inextricable tejido accionarial de los propietarios de las empresas, y que la publicidad en los medios la paga quien la paga, el argumento de las nacionalizaciones cobró fuerza en los medios. Hoy en día apenas se usa a causa de su debilidad.

El que sí se usa, y bastante más, es el de la existencia de presos políticos. Nuevamente no puedo arrogarme un conocimiento del que carezco. El Foro Penal Venezolano argumenta la existencia de 439 presos políticos en las cárceles venezolanas. No conozco cuál es la realidad venezolana con el suficiente nivel de concreción como para entrar a valorar en profundidad los datos. Lo que sí conozco un poco mejor es el caso de Leopoldo López, el preso político (sic) venezolano por excelencia. Pues bien, Leopoldo López está en arresto domiciliario a la espera de juicio no por sus ideas políticas, sino por haber instigado una insurrección que desembocó en la muerte de 43 civiles en unas protestas que tuvieron de todo menos pacifismo. Es decir, López está detenido por haber cometido, indiciariamente, un delito que, además, es bastante grave. Los tribunales decidirán pero, en cualquier caso, es de destacar la disonancia cognitiva existente con el caso español y catalán por parte de muchos de nuestros representantes.

Hay otros argumentos que los críticos del bolivarianismo suelen poner encima de la mesa. No es éste el momento de repasarlos todos. Sirvan las notas anteriores para dejar justificado que, en cualquier caso, la idea de que Venezuela sea una dictadura es cuanto menos una idea discutible.

Un demonio campechano.


Pero dejando a un lado la cuestión anterior, y asumiendo que la opinión pública tiene una percepción muy negativa de Nicolás Maduro, el morbo de todo el asunto residía en ver al que nos han pintado como el peligro público número 1 de latinoamérica en acción.

Y la primera impresión fue la de estar ante un tipo afable, bromista, dicharachero, con un particular sentido del humor que juega audazmente con la percepción que sabe que de él se tiene en el extranjero. En los prolegómenos de la entrevista Évole le preguntaba si dado el caso tendría que salir corriendo de Miraflores, a lo que el presidente venezolano contestaba que de Miraflores "no se sale corriendo, se sale esposado". Risas generalizadas y cierta incomodidad en el periodista catalán, pillado en fuera de juego.

No obstante, esos compases iniciales serían una de las pocas concesiones al humor de un Maduro que lo acabaría pasando bastante mal durante la entrevista. O al menos, en ciertos momentos de la misma.

Crisis económica.


Tras unos minutos típicamente evoleanos en los que el presentador catalán nos mostró la realidad del país dejando hablar a sus protagonistas, en este caso un grupo de tertulianos anónimos, la entrevista propiamente dicha tomaba el protagonismo. Y lo hacía con un Évole que no se andó con rodeos para atacar el principal talón de Aquiles del chavismo: el desastre de la gestión económica.

Con la amenaza de una suspensión de pagos a los acreedores de su deuda y la entrada por primera vez en su historia en la hiperinflación durante el pasado mes de Octubre, Maduro lo pasó mal con las preguntas de Évole. Las preguntas de éste hicieron diana en el agujero negro de su gestión. Las réplicas de aquel repetían el mismo patrón una y otra vez: la conspiración existente entre las élites extractivas del país para subir los precios de los bienes de consumo en una suerte de guerra económica de desgaste que explicaría la inflación galopante y el desabastecimiento de la población. El problema de esta explicación es que no tiene en cuenta en absoluto los hechos.

Cuando en junio de 2014 la OPEP acordó aumentar la producción de crudo para tratar de hundir el pujante negocio del fracking, se sentaron las bases de la actual crisis venezolana. El fracking, o fracturación hidráulica, es una técnica extractiva de gas y petróleo sumamente costosa que solo empieza a ser rentable cuando los precios del barril de Brent se sitúan por encima de los 50 dólares. Con precios superiores a los 100 dólares, como era el caso entonces, se daba entrada a un gran abanico de competidores, casi todos ellos procedentes de los EEUU, potencia valedora de esa técnica. Es por esta razón que la OPEP decidió aumentar la producción escalonadamente, presionando el precio del barril a la baja, y expulsando con ello a toda la competencia del mercado. En enero de 2016 el barril de Brent cotizaba a 26 dólares.

Este descenso del precio del barril de Brent afectó a la economía venezolana. Los bajos precios devoraron el margen de beneficios de las empresas petroleras del país, y esto propició que el gobierno venezolano entrase en un persistente déficit presupuestario. Para sufragarlo, recurrieron a la impresión de moneda, pero el aumento de la masa monetaria presionó el precio de los bienes de consumo hacia arriba. Al verse reducido el poder adquisitivo de los ciudadanos, el gobierno de Maduro decretó subidas salariales, pero esto no hizo más que acentuar las presiones inflacionistas al aumentar el efectivo en circulación. Y el problema subyacente no remitía: la tasa de subida de la inflación era superior a la tasa de subida de los salarios. Y así es como llegamos a la icónica imagen de Évole mostrándole a un Maduro pertrechado en una sardónica sonrisa el fajo de billetes necesario para comprar un puñado de pañales.

Cuando Évole le muestra la cantidad de billetes necesaria para comprar pañales.

Pero es que incluso aceptando la teoría de la conspiración, de la guerra económica, Évole le recriminó no haberla previsto. El argumento es muy potente porque destruye el poder persuasivo de la excusa de Maduro. Incluso aunque todo sea un complot extranjero, ¿acaso un gobernante no debe ser consciente de las amenazas y de los problemas que enfrenta su pueblo por acción de sus enemigos? Es de primero de Sun Tzu.

Lo cierto es que con independencia de la explicación que queramos aceptar, bien la conspiratoria, bien la basada en hechos, lo que es indiscutible es que durante los años de la bonanza económica no se acometieron las reformas necesarias en la estructura económica del país para no hacer tan dependiente a Venezuela del oro negro. Es cierto que el programa de ayudas sociales ha sido muy ambicioso en Venezuela y que con él millones de venezolanos salieron de la pobreza y recibieron una educación pública, algo de lo que estarán eternamente agradecidos al chavismo. Pero no menos cierto es que el gasto público estuvo guiado por una visión cortoplacista en vez de por una de largo alcance. Subsidiar para ayudar a salir de la pobreza es un objetivo loable, que duda cabe. Pero si esas políticas no están supeditadas a objetivos de sostenibilidad de las mismas, serán solo flor de un día. Y ese, más allá de la excusa que queramos encontrar, es un problema de gestión grave. Y Maduro fue consciente de ello en todo momento.


Crisis de las instituciones venezolanas.


La segunda parte de la entrevista versó sobre los déficits de calidad democrática de las instituciones venezolanas. Évole preguntó a Maduro sobre los presos políticos y Maduro no esquivó la pregunta contestando de una manera sospechosamente similar a como lo harían los gobernantes aquí: a pesar de las informaciones dadas por distintas asociaciones civiles, en Venezuela no habría presos políticos porque no habría presos por cuestión ideológica. Por el contrario, habría políticos presos porque lo serían por haber cometidos delitos. Nadie estaría por encima del imperio de la ley; nadie estaría fuera de la sombra proyectada por la Constitución. A cualquier observador no se le escapó el paralelismo con la cuestión catalana y, seguramente, a cualquier observador disciplinado la escena no le pillaría por sorpresa.

En general, Maduro se sintió mucho más cómodo en esta segunda parte del programa que en la primera. Tuvo tiempo de filosofar cuando Évole le preguntó qué es una dictadura, definición que en un principio fue histórica apelando a la conquista de América y a la institución de la esclavitud para llegar, con el siglo XX, a una definición puramente conceptual bajo el criterio de la ausencia de libertad de expresión. Maduro se relajó ostensiblemente en esta fase de la entrevista, sabedor de que todos los regímenes tienen sus luces y sus sombras, y el español no es una excepción. "Ver la paja en el ojo ajeno, y no la viga en el propio", le insistía a un Évole que veía cómo a pesar de un inicio demoledor, Maduro empezaba a cogerle aire y hasta bromear de nuevo.

Y en éstas, llegó el segundo gran puñetazo dialéctico de Évole. Tras un discurso serpenteante de Maduro, capaz de esquivar las acusaciones de existencia de presos políticos, de argumentar cómo el principal político preso del país estaría acusado de insurrección (similar a la sedición aquí) tras unas manifestaciones que derivaron en la muerte de 43 compatriotas, y que sería la justicia y no él quien decidiese la libertad o no del acusado, Évole le hizo la pregunta: "Usted me habla de los golpes de estado de Leopoldo López pero cada año conmemora el golpe de estado del 92, de Chávez, ¿unos golpes son buenos y otros no?" Sonrisa incómoda de Maduro, unos segundos para la reflexión y salida por la tangente, tautologías mediante.

División de opiniones.


La entrevista a Maduro ha dejado un reguero de opiniones contrapuestas. Los sospechosos habituales de la caverna ya han puesto el grito en el cielo ante lo que consideran una entrevista-masaje y el enésimo insulto de Évole a todo lo que ellos defienden. En la izquierda, en general, ha gustado, aunque algunas voces hablan de la excesiva dureza del periodista catalán. Como casi siempre en estas cosas, cada uno proyecta sus ideas en lo visionado.

Personalmente, me gustó bastante la entrevista. Creo que fue dura cuando debía serlo, pero permitiendo escuchar la voz de Maduro en todo momento. La primera mitad fue muy intensa y aunque la segunda fue más floja, contó con el puntazo de la pregunta sobre los golpes de Estado. Pero sobre todo me gustó porque tuvimos la oportunidad de ver en vivo a ese personaje que los medios españoles tratan de presentarnos sistemáticamente como un asno, un ignorante, un bocazas y un payaso. Creo que vimos a un Maduro lo más parecido posible a como lo perciben muchos venezolanos: carismático y elocuente, pero bajo la alargada sombra de un Hugo Chávez que aún sigue vivo en el corazón de Venezuela. En mi opinión, Chávez no habría sido capaz de esquivar el problema de inflación y desabastecimiento que afronta ahora Maduro. Chávez cabalgó la ola del ciclo económico, Maduro la resaca, pero la tabla de surf, el aparataje ideológico y la falta de previsión, fue la misma. Que uno vaya a gozar para toda la eternidad de las bondades del pueblo venezolano no deja de ser irónicamente injusto, y nos habla del papel de la contingencia y el azar en la formación de las ideas colectivas.

Una última sorpresa.


La entrevista, con todo, dejó cosas en el tintero. Se nos habló de la oposición, pero no se profundizó demasiado en ella ni en los errores necesariamente cometidos para no haber asaltado el poder ante circunstancias tan propicias como las actuales. No se habló tampoco de las recientes elecciones regionales ganadas por el chavismo y avaladas por la oposición. Y se habló poco de España, que era también lo que demandábamos muchos, con cierta curiosidad morbosa. Por ello, resultó de agradecer el adelanto del próximo programa donde descubrimos que habrá una segunda parte de la entrevista. En ella, además, aparecerán Felipe González y Alberto Garzón. Promete mucho.

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