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El impopular populismo de Podemos

Nada mejor que una crisis de Estado para definir auténticas posiciones. Es el tradicional "dejémonos de hostias" vasco, pero aplicado a la política profesional. La escapada por el monte de la Generalitat está sirviendo para que todos los partidos se quiten la careta y señalen con precisión cirujana sus pensamientos sobre la espinosa cuestión territorial, esa que nadie quería afrontar. Es el caso de Ciudadanos, ese partido que un día promete la recentralización jacobina de competencias autonómicas y al siguiente le hace guiños al catalanismo más moderado de la burguesía catalana. Y el del PSOE, que un día habla de plurinacionalidad mientras invita a una copa a Podemos y al siguiente defiende la soberanía nacional, sensu estricto, mientras le da la mano al PP. Al PP todo el mundo lo ubica, pero a Podemos... ¿Dónde está Podemos?

Una posición clara pero difícil de aceptar.


Podemos siempre ha sido claro con la cuestión territorial: su solución pasa por la defensa de la plurinacionalidad y, por tanto, de la introducción de un mayor desarrollo de la soberanía regional en el encaje constitucional. Esto se traduce en la defensa de que la solución al problema catalán es la vía del referéndum en Catalunya; un referéndum que habría de ser legal y de estar pactado con el Estado para ser legítimo. Esta posición, aunque clara, ha encontrado numerosos obstáculos.

Podemos llevó esta idea en su programa electoral para las elecciones generales de 2015. Es cierto que por aquel entonces los debates se centraban en la defensa del blindaje constitucional de los derechos sociales, pero lo cierto es que Podemos llevaba la propuesta en el programa. No había ni trampa ni cartón. Pero sea como fuere, sorprendieron a propios y extraños cuando la misma noche de los comicios hicieron la tradicional valoración que los partidos suelen hacer. A la lógica celebración contenida por unos resultados —que si bien fueron sensacionales para un partido nuevo, no coparon todas las expectativas— le siguió una declaración de intenciones compuesta por cinco líneas rojas para la formación de gobierno, entre las cuales se encontraba la cuestión de la plurinacionalidad. Esas cinco líneas rojas iban dirigidas al Partido Socialista, segunda fuerza política y encargada de formar gobierno ante el más que presumible aislamiento de Rajoy en esa materia. Era el punto de partida de una negociación, la fijación de posición.

El PSOE vetó a Podemos de las negociaciones para formar gobierno tras el 20D por culpa del Referéndum en Catalunya.

Aquella declaración de intenciones fue muy criticada por el comentariado del establishment. Se les acusó de inflexibles, de sacar a relucir sus querencias autoritarias, de querer romper España, se ser el gambito del independentismo en Madrid y otras muchas cosas más. Por supuesto en el PSOE no gustó. El partido con el que debía disputarse el trozo de pastel de la socialdemocracia le quitaba la iniciativa. Y además le ponía en una situación difícil de cara a definirse ante la cuestión territorial. Quizá por ello, el comité federal del PSOE, reunido una semana más tarde para analizar los resultados electorales, publicó una resolución política en la que imponía a Pedro Sánchez la condición innegociable para sentarse a hablar con Podemos el hecho de que el partido morado retirara la exigencia de un Referéndum legal en Catalunya, como bien se hizo eco El país en una noticia publicada el 29 de diciembre de 2015. Como fuera que Podemos no estaba por la labor, el bloqueo al partido morado se hizo efectivo en las negociaciones. De esta forma, el PSOE y Ciudadanos alcanzaron aquel acuerdo extraño que luego trató de recabar el apoyo de Podemos y que, ante la negativa del partido de la Complutense de entrar en un gobierno en el que estuviera presente un Podemos de la derecha, la posibilidad de un gobierno alternativo al del PP quedó desbaratada, y con ello fuimos directos a las elecciones del 26J, con los resultados que todos conocemos. Ay, el referéndum. Menuda historia de sinsabores.

El derecho de autodeterminación y la política de abajo a arriba.


La defensa del derecho de autodeterminación en Podemos tiene su fundamento en la creencia en que todos los pueblos deben ser capaces de decidir su futuro, sin injerencias externas. Aplicado al caso español, este planteamiento exige el reconocimiento de que España está compuesta por realidades políticas que no son reducibles a una sola única y central. Por ello, trata de dotar a esas realidades políticas de instrumentos legales con los que poder gobernarse a sí mismas decidiendo, en último término, a qué realidades políticas de orden superior quieren adscribirse. En este sentido, el proyecto territorial de Podemos para España pretende llevar el proyecto autonomista hasta sus últimas consecuencias lógicas.

El proyecto autonomista prevé la cesión de parte de la soberanía nacional a las propias comunidades autónomas. En ese sentido, podríamos hablar de que el Estado de las autonomías crea algo así como una especie de soberanía regional, al decidir las propias regiones cuestiones que atañen al funcionamiento de sí mismas. Sin embargo, esta soberanía regional tiene límites. Excepto los casos vasco y navarro, que cuentan con una hacienda foral, todas las restantes comunidades autónomas recaudan sus impuestos a través de una hacienda común, estatal. Caso análogo ocurre con el ejército, el mismo para todo el Estado, o Fomento y sus planes de infraestructuras que atañen a muchas comunidades autónomas al mismo tiempo. Muchas de estas centralizaciones son lógicas desde un punto de vista operativo y está bien que permanezcan bajo competencia de un gobierno central. Por ello, hablar de llevar hasta sus últimas consecuencias el proyecto autonomista no es exactamente descentralizar todas las competencias del Estado. Es otra cosa que atañe de un modo más directo a la concepción filosófica que tengamos de la democracia. En este caso, a la democracia entendida de abajo a arriba.

El Estado de las Autonomías.

Entender la democracia de abajo a arriba es oponerse al gobierno de las élites sobre la gente. Pero también, y dicho positivamente, es dotar de instrumentos a la gente para que pueda decidir las cuestiones que le afectan. Ambos aspectos se materializan haciendo descender los ámbitos decisorios desde las alturas insondables de una Unión Europea o un Estado central monolítico hasta esferas cercanas a la ciudadanía como el barrio, el municipio o la Comunidad Autónoma. Pero no es solo hacer descender las esferas decisorias, es implementar el propio derecho a decidir, es decir, convocar referéndums sobre cuestiones concretas que atañen de manera radical a la gente para que ésta pueda decidir sobre ellas. Y en ese sentido, es como debe enmarcarse el derecho de autodeterminación: como la potestad soberana que una colectividad tiene para decidir si quiere adscribirse a otra colectividad de orden superior. Por ello, la democracia entendida de abajo a arriba no puede quedarse de lado ante un derecho de bloqueo como el que establece la constitución española con su art. 2 ("La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española") a posibles convocatorias de Referéndum planteadas por las comunidades autónomas para decidir si quieren permanecer dentro del Estado. Por eso, Podemos no puede quedarse de lado ante ese tipo de demandas.

En fuera de juego.


Sin embargo, la crisis catalana ha puesto de manifiesto que ante un escenario de bloqueo, como el que impone el bando constitucionalista al independentista, y ante una eventual fuga hacia delante del independentismo, Podemos queda en fuera de juego, incapaz de reaccionar con su caja de herramientas conceptual a los desafíos que la realidad le presenta. Queda fuera del centro del tablero porque su pretensión de lograr una salida legal y dialogada choca contra la abierta ilegalidad de la hoja de ruta del Procés. Así que si defiende el cumplimiento de la legalidad, traiciona su compromiso democrático con la legitimidad de las demandas soberanistas, mientras que si defiende la legitimidad de las demandas soberanistas, pareciera que defendiese su huida ilegal hacia delante. Esto último es falaz, porque la defensa de la legitimidad de un referéndum legal no implica la defensa del sucedáneo de referéndum ilegal llevado a cabo por la Generalitat. Esto es evidente, pero ciertas voces se empeñan todos los días en confundir a la población.

Atrapado entre dos nacionalismos.


Una de las estrategias de Podemos para tratar de apoderarse de la centralidad del tablero hace dos años fue la de definirse como patriotas definiendo el patriotismo con recurso al blindaje de los derechos sociales. Ser patriota no sería sentir una bandera y un himno, eso sería patriotismo de caja de zapatos —porque es en una caja de Zapatos donde caben la bandera y el himno—, sino sentir los problemas sociales de los españoles. Es patriota quien defiende a la gente de su país. Entre los politólogos de la Complutense se hizo el análisis correcto de que la derecha se había apoderado del significante España y lo había dotado de una significación que excluía al resto de sensibilidades políticas. Esto ocurrió con el franquismo y la izquierda, ya en democracia, no vio cómo revertir la situación. Para la izquierda, de esta forma, los símbolos asociados a España estarían contaminados de la ideología promovida por el régimen genocida del general Franco. Podemos acertó al visualizar que eso no debería por qué ser así y que había que dar la batalla de los símbolos a la derecha, resignificándolos. Este mensaje caló en la población y por eso 2015 fue el gran año de Podemos, el año de su idilio con las encuestas. Eran tiempos donde su patriotismo no-nacionalista triunfaba entre la población.

Vargas Llosa, escoltado por Cayetana Álvarez de Toledo, Rafael Hernando, Javier Maroto y Xavier García Albiol.

Sin embargo, si para algo está sirviendo el procés, es para exacerbar ese nacionalismo español que todos creíamos enterrado o circunscrito a colectivos muy minoritarios. Ver a Vargas Llosa el otro día hacer su discurso contra los nacionalismos delante de un auditorio pertrechado en banderas rojigualdas esgrimidas como escudo de defensa ante el enemigo es una buena definición visual de lo que es un oxímoron. Pero lo vimos también con la despedida de la policía de los cuarteles. Y también después con esas concentraciones por toda la geografía peninsular. Creo que, a estas alturas, está fuera de toda duda el auge del patriotismo nacionalista español.

Tanto el nacionalismo catalán como el nacionalismo español son igualmente excluyentes. El nacionalismo catalán independentista, lo hemos comprobado, ha sido capaz de saltarse todas las garantías democráticas establecidas por su propia cámara de representación, el Parlament, para acallar la voz de toda oposición a su proyecto. Pero al mismo tiempo el nacionalismo español unionista es capaz de hacer valer un derecho de bloqueo constitucional con el cual los partidos independentistas y soberanistas pueden ganar elecciones con proyectos políticos que no pueden llevar a cabo. Las manifestaciones de los últimos años de la diada han representado a un pueblo catalán unido sin fisuras, pero sabemos que esa imagen está muy lejos de la realidad. Las manifestaciones unionistas del 8 y el 12 de octubre en Barcelona trataron de representar un rechazo a la independencia, pero sabemos que en realidad estaban reunidos para hacer valer su derecho de bloqueo constitucional a un posible referéndum. Si realmente deseasen expresar su rechazo a la independencia, qué mejor que organizar un referéndum para dar expresión a esa voz. Por ello, el nacionalismo español unionista ha vuelto a hacer lo que mejor se le da: coger los símbolos de todos, como la bandera, para representar las ideas de solo una parte del país.

En este contexto, Podemos está perdido, expulsado. Su proyecto patriótico no-nacionalista es incapaz de establecer cauces de diálogo entre dos formas de entender la noción de soberanía claramente irreconciliables. Si a esa confrontación se le añaden los efectos emocionales que los nacionalismos implicados están sumando a la situación, en formas de rencores y odios, obtenemos que Podemos está siendo expulsado por fuerzas centrífugas que es incapaz de domar.


El impopulismo de Podemos.


Un buen amigo me dijo una vez que el populismo es como el colesterol, hay uno bueno y uno malo. Más allá de la greguería, la observación tiene una carga de profundidad notable pues el término populismo se tiende a entender de forma equívoca. Hay una definición, positiva, que entiende el populismo como la clase de procesos participativos colectivos que concluyen o se autorrealizan con el consiguiente empoderamiento de los participantes. Esta definición está íntimamente ligada a la visión de la democracia entendida de abajo a arriba que comentamos unas líneas más arriba. La definición negativa entiende el populismo como una suerte de manipulación de masas consistente en decir al pueblo o que quiere oír por oposición a lo que es correcto y que podría no coincidir con los deseos y aspiraciones del auditorio. En este sentido es indistinguible muchas veces de la demagogia, del voluntarismo no realista y su significado tiene connotaciones que lo asocian con la popularidad o impopularidad del discurso esgrimido.

Podemos se ha caracterizado por definirse a sí mismo como populista como una suerte de mezcla de las dos definiciones precedentes. En el sentido positivo, resulta obvio: las asambleas ciudadanas, los famosos círculos, son un ejemplo de empoderamiento de abajo a arriba. Pero también se ha enorgullecido de decirle al pueblo lo que quería oír argumentando que lo que quería oír, naturalmente, era lo correcto. El caballo de batalla del resto de partidos y de gran parte de la prensa institucional del país ha sido argumentar que al pueblo se le dicho aquello que quería oír sin ser lo correcto. Como sea que parecen haber tenido éxito en su tarea esos intentos, se ha instalado entre la opinión colectiva la idea de que Podemos es un partido populista en el mal sentido: demagogo, mentiroso y manipulador al decir lo que se quiere oír engañando con ello a los votantes. Es curioso que se diga todo esto toda vez que Podemos no ha gobernado el país y no haya manera de probar la falsedad de las tesis denunciadas, pero así son las cosas.

Por todo esto resulta excepcional la posición del partido morado respecto a la cuestión catalana: entendido el populismo como la democracia de abajo a arriba, la defensa del derecho de autodeterminación para Catalunya es una propuesta populista, pues lo que se desea es que una colectividad decida una cuestión que le concierne decidir a ella. Pero, al mismo tiempo, esa defensa populista, tal y como se está demostrando con el auge del nacionalismo español, es tremendamente impopular entre la ciudadanía española. Y sin embargo, parece difícilmente concebible cómo solucionar el conflicto catalán sin aceptar que sean los propios catalanes quienes lo resuelvan en un referéndum.

Así pues, resulta cómico pensar cómo en materia territorial las propuestas de Podemos chocan abruptamente contra las de los partidos constitucionalistas que, a su vez, parecen tener un respaldo mayoritario de la ciudadanía, a pesar de que su puesta en práctica no resuelve los problemas estructurales de legitimidad democrática asociados a los territorios y, por tanto, perpetúan el actual problema. ¿Emprenderán una campaña los medios de comunicación contra el bando constitucionalista al grito de populistas? Lo dudamos. Pero mientras tanto, tengan por seguro que nos abocamos al desastre.

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