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Ahogados por el miasma

Mas, Évole y Zapatero, en un momento del debate.

Ver un debate en el que los contertulios sean Zapatero y Artur Mas tiene que ser de la clase de cosas capaces de provocar una úlcera a más de uno en la derecha nacionalista española. Y es que ver a dos de los máximos responsables de la aprobación del Estatut de 2006, ése que troceaba la soberanía de España, no es cosa menor. En otras palabras, es cosa mayor. O al menos sería verlo hace nueve años. Porque actualmente la fuerza de los acontecimientos históricos ha hecho que no solo parezcan lejanos aquellos días, sino que parezcan, ante todo, pequeños, insignificantes, triviales... Pero de insignificantes y triviales nada. De aquellos barros estos lodos. Cuando todo apunta a que el 155 no servirá para que el bloque independentista sea desplazado del lugar de privilegio que ocupa en el seno de la sociedad catalana, más de uno en la derecha reaccionaria firmará volver a esa fase del desarrollo autonómico con tal de evitar el gambito secesionista actual.

A su manera, eso es lo que hizo anoche Évole, pues reunió en una misma mesa a Mas y Zapatero, dos de los máximos responsables del actual estado de cosas. Faltó Rajoy, pero no el actual, no el que se esconde detrás de una pantalla de plasma o bajo la alargada sombra de su virreina. Faltó el Rajoy que sacó a media España a la calle pidiendo la derogación del Estatut, el que pedía un referéndum para que España expresase su disconformidad con la decisión adoptada por el pueblo catalán, el que llevó el texto al Tribunal Constitucional. Exacto: no el Rajoy cobarde, sino el miope.

Para ser sinceros, tampoco Mas y Zapatero eran los de hace una década. A Zapatero se le vio como si un camión le hubiera pasado por encima, como si en vez de diez años hubieran pasado treinta. Y se le vio algo decepcionado con quien en el pasado llegó a un acuerdo vertebrador para Catalunya y para España. En Mas las secuelas no han sido tan explícitas físicamente, pero qué duda cabe que su pensamiento ha experimentado un auténtico vuelco desde el autonomismo que defendía hace una década hasta el independentismo que actualmente enarbola y que no todo el mundo termina de creerse.

Ambas percepciones contribuyeron a escenificar una especie de debate en diferido, como con un retardo de varios años respecto al momento en el que se debió de haber producido. Tal vez por ello ambos denotaron cierto nerviosismo en sus intervenciones. En Mas, el de que se sabe con una buena ristra de pecados a sus espaldas. En Zapatero, el de que se sabe sepultado para la historia pero aún está convencido de poder aportar soluciones a dos metros bajo tierra. Resultó insólito que Évole sobreviviera al miasma producido por dos personajes que pueden presumir de ser dos cadáveres políticos. En esas condiciones, lo apropiado hubiera sido rebajar la iluminación y encender un par de generadores de niebla, como esos de las películas ochenteras de zombies.

Tal vez esa particular atmósfera enrarecida, pero respetuosa, fue la que condujo a Évole a no buscar demasiadas interrupciones, a dejar que sus invitados llevaran la voz cantante y el peso durante la velada. Nunca el laissez faire tuvo tanto sentido como anoche.

El Estatut de 2006.


La primera parte del debate giró en torno al Estatut de 2006. La verdad es que me generó cierta perplejidad que allí donde yo creía que recordarían aquellos tiempos con cierta nostalgia —por aquello de lograr un consenso que parecía difícil de alcanzar—, Évole les propinó la primera en la frente a ambos: los dos, a pesar de haber defendido que respetarían el mandato del pueblo de Catalunya, pactaron una serie de enmiendas al Estatut para hacer viable parlamentariamente su tramitación en el Congreso. Es decir, hicieron lo contrario de lo que prometieron. A partir de ahí, no hubo coincidencia de opiniones en ningún momento. Guerra dialéctica sin cuartel.

Sus respuestas a la pregunta de Évole consistieron en lanzar balones fuera. Zapatero trató de zafarse apelando a que defendió el Estatut. Siempre. De acuerdo, pero convengamos en que corregir y enmendar un texto no es la forma más noble de respetarlo. Y bueno, siempre, siempre... tampoco. En realidad, no hubo por donde coger su defensa.

Mas estuvo sinuoso en su argumentación, y apeló a que negociarlo fue la única salida. Era eso o "quedarse sin nada". Fue muy curioso que dijera eso porque el paralelismo con la vía unilateral fue evidente. Si en los últimos meses, cada vez que un independentista, ante la tesitura de tener que justificar la vía unilateral, y tras decir que es "la única salida", hubiese donado un euro a las arcas públicas catalanas, Catalunya ahora tendría hacienda propia. Lo cierto es que la DUI derivó en un 155 y Catalunya pasó de estar en un escenario pre-republicano a uno pre-autonómico. La regresión ha sido evidente. Por tanto, siempre hay otra salida. Quizá no fue lo más elegante democráticamente traicionar la voz de sus representados al negociar con Zapatero, pero en Catalunya al final todos entendieron que era la solución en aquel momento. Quizá un razonamiento similar a ese y menos maximalista que el adoptado en los últimos tiempos nos hubiera ahorrado la situación actual. La pedagogía también cuenta.

Pedagogía que, por cierto, no demostró el Partido Popular durante esos años. Cuando decidieron llevar el asunto al Tribunal Constitucional, y éste les dio la razón, sacrificaron sus opciones en Catalunya a cambio de incrementar sus expectativas en el resto de España. Mas explotó esa baza durante toda la primera parte del debate y argumentó frecuentemente en torno a la indignación que causó en Catalunya el hecho de que el Constitucional ventilara artículos que habían sido aprobados en otras Comunidades Autónomas. El pecado original.

Zapatero estuvo hábil en esta fase. "Discrepé de esa sentencia. Pero quiero vivir en un país en el que la justicia sea independiente." Zas, primera gran carga de profundidad del ex-presidente al ex-president. Zapatero dejó bastante claro que por un lado está su opinión y por otro la de los jueces, sus sentencias, y que en un Estado de derecho todos tenemos la obligación de acatar éstas últimas. Aunque seas el presidente del gobierno. Especialmente si eres presidente del Gobierno.

De ahí pasaron a la cuestión del término nación, central en el Estatut de 2006, y que ha generado ríos y ríos de tinta durante los últimos años. Recordemos que, en su versión aprobada por los catalanes, el término se recogía en el articulado del texto, mientras que tras las enmiendas de Zapatero, se trasladó al preámbulo, en una suerte de movimiento defensivo. Lo hicieron al hilo de comentarios de ilustres barones socialistas como Pepe Blanco, José Bono o Rodríguez Ibarra diciendo que Catalunya no es una nación. Claro, en qué sentido no lo es, esa es la cuestión.

Todos (o casi todos) podemos estar de acuerdo en que Catalunya puede ser una nación en el sentido romántico-alemán del término: como cultura vertebrada a través de un lenguaje común, con un cierto folklore común y unas prácticas comunes. En definitiva, asimilando el término a identidad cultural. Ahora bien, las discrepancias comienzan cuando entendemos el término en su dimensión política, cuando lo entendemos "como sujeto político que encarna la soberanía", en palabras de Zapatero. Para éste último, la soberanía solo puede detentarla España. Para Mas, obviamente, no.

La contraparte de este debate es el de si existiría un derecho de autodeterminación o derecho a decidir. "¿La voluntad de los catalanes no cuenta?" preguntó Mas. Para Zapatero, todos los españoles tendríamos derecho a decidir, no solo los catalanes, pues en eso precisamente consistiría el hecho de que la soberanía descansase en el pueblo español. Para Mas esa posición sería la defensa de la tiranía de la mayoría. Llegados a este punto, hay que decir que Zapatero estuvo solvente en su exposición. Su argumentación fue concisa pero certera. Sin embargo, a nadie se le escapó el problema filosófico subyacente, el de la posibilidad de que una región enmarcada en un Estado pueda llegar a estar sometida bajo el yugo que la propia definición de soberanía genera cuando región y Estado mantienen posiciones irreconciliables en algún punto básico de la convivencia. Y la cuestión territorial debe ser de las más básicas. Filosóficamente, no parece ser el mejor de los fundamentos para la Constitución de un Estado compuesto de regiones heterogéneas.

El 155.


Por eso Zapatero trató de salirse de ese callejón sin salida presentando una definición de democracia inclusiva. La democracia, a fin de cuentas, sería "una promesa de convivencia", definición que, por cierto, remite a la orteguiana de nación como "proyecto sugestivo de convivencia en común". Bonito, pero poco operativo. Pues, ¿en qué se traduciría? ¿En algún tipo de negociación, de diálogo? "No podemos sentarnos a hacer política mientras tenemos procesos penales y presos", dijo Mas. Y un 155. Doble coacción. "Este país es autoritario. Me han perseguido", continuó. Y la guerra sucia del ministerio de Interior, los supuestos presos políticos... Poderosas razones, sin duda. En algún punto victimistas, pero poderosas razones.

Para Zapatero, la clave estaría en las alternativas. Un referéndum solo serviría para dividir a la población, según sus palabras. "Ser o no ser. Por eso ningún país reconoce el derecho a decidir. No puede haber ganadores ni perdedores. Tenemos que llegar a un acuerdo". En esta argumentación Zapatero adoleció de un paternalismo insoportable. El referéndum no va a dividir a la población porque la población ya está dividida. Que los partidarios de la cosmovisión constitucionalista solo se hayan dado cuenta de esa división cuando le han tocado la soberanía nacional habla de la burbuja en la que ha andado inmerso todo este tiempo. La creencia en que un diálogo, y en último término una concesión económica o competencial, podrán resolver esta situación es no entender nada de lo que está pasando. La división que ha surgido en Catalunya hunde sus raíces en el malestar por no poder ejercer el derecho de autodeterminación, simple y llanamente. Puede que esa demanda hunda sus raíces en motivos económicos, pero el cambio de fase ya se ha producido. Catalunya demanda un referéndum y el Estado no se lo concede. Puede que un nuevo Estatut sea parte de la solución, pero jamás será una condición suficiente para alcanzarla. Y para algunos, ni siquiera necesaria. En lo que sí estoy de acuerdo con Zapatero es que es necesario un acuerdo. Claro, difiero con él en el objeto de ese acuerdo. Estamos en 2017, no en 2010, y un referéndum pactado, con su ley de transparencia acordada previamente, es la única solución. Lo otro es tratar de armar una casa con pegamento de barra en vez de con hormigón armado.

A partir de aquí, el debate decayó. Las posiciones estaban demasiado atrincheradas. Zapatero lo intentó varias veces. "Una democracia nunca ha tenido una secesión. Dos democracias nunca han entrado en guerra. La democracia es una promesa de convivencia." Mas contestó que sí, que el caso de la República Checa y Eslovaquia sería un ejemplo. Zapatero argumentó que fue debido a la herencia del pasado soviético y Mas no argumentó, pero podría haberlo hecho, que del mismo modo que España y Catalunya tenían un pasado franquista. Igualmente, en este momento del debate se equivocaron los términos de la discusión. No es que, como dijo Zapatero, no haya habido ninguna democracia moderna que haya sufrido una secesión, sino si ha habido democracias modernas que hayan permitido referéndums de autodeterminación. Y la respuesta es que sí: los casos de Escocia y Quebec lo prueban. Nadie va a negociar la ruptura material de España. Pablo Iglesias tampoco. Pero es que la secesión no es el objeto de la demanda en Catalunya. La demanda, por el contrario, se materializa en la propia condición de posibilidad de la secesión: un referéndum pactado. No es lo mismo.

Elocuente portada de La Vanguardia para el 27 de octubre de 2017. 

Una de las paradojas del procés es que Mas no siempre fue independentista; le abocaron a ello las circunstancias. Por ello Évole le preguntó si seguía siéndolo. Buena pregunta. Mas contestó que sí, que no hay otra salida, no hay alternativa. Sin embargo, siempre la hay. Zapatero replicó que no parecía muy convencido. En ese punto, solo faltaron las risas enlatadas. Pero la verdad es que Mas no parecía muy convencido. La situación en Catalunya se parece a la de un callejón sin salida, y seguir para adelante sería convertir un posible acto de renuncia en una tragedia para todos. Creo que el hecho de que la disyunción se pueda plantear en serio denota la inmadurez democrática existente en Catalunya. Es cierto que la inmadurez democrática en España es mayor, y la cerrazón a dialogar una ley de transparencia o referéndum es prueba de ello. Pero la unilateralidad está abocada a la colisión, y la colisión nunca es una solución. Y Mas lo sabe. Y se notó. Se dio cuenta de ello Zapatero. Y Évole. Y todos los que vimos el debate.

Évole le preguntó a Zapatero que, siendo como es él el defensor de las buenas maneras en política, el adalid del talante, si no tuvo algún género de contradicción interna al defender el 155. Zapatero fue taxativo: "No. Puigdemont se cesó a sí mismo." Se cesó a sí mismo porque la DUI desencadenó el 155. Desde el ex-Govern argumentan que la DUI fue proclamada porque el Estado iba a aplicar el 155 de todos modos, incluso en el caso en el que las autonómicas las hubiese convocado Puigdemont. Nunca lo sabremos y, en cierto modo, es irrelevante. No se puede culpar a Rajoy y a Puigdemont por esos últimos instantes, por esa última fotografía fija, por sus acciones los días 26, 27 y 28 de octubre. Hacerlo sería dejarnos llevar por la lógica de las películas de acción en las que la bomba se desactiva heroicamente en el último segundo. No, a Puigdemont y Rajoy hay que exigirles explicaciones por la negativa al diálogo de ambos en los últimos tiempos. El reparto de culpas de un proceso dinámico no puede hacerse simplificando la película a un solo fotograma. En ese sentido, la respuesta de Zapatero fue insatisfactoria. Al reducir la asunción de culpas a lo acontecido el jueves 26 de octubre, con la ruptura de las negociaciones, distorsiona totalmente el relato. Decir que Puigdemont se cesó a sí mismo es obviar la cadena de hechos en la que esa decisión se enmarcó. Y, al mismo tiempo, es eximir de responsabilidades al presidente del gobierno en su obligación no materializada de dialogar. Lo que está claro es que tras el 155 nada volverá a ser igual. "Deberán tomar nota de lo que no pueden hacer. No se puede prometer lo que no se puede hacer", dijo Zapatero. "Yo reconoceré el resultado si no me gusta. ¿Lo harán ustedes?", llegó a decir Mas.

El debate se cerró con dos intervenciones motivadas por sendas interpelaciones del presentador catalán. En la primera pidió a sus invitados que reconocieran al menos un error. Mas reconoció haber puesto plazos a un proceso de una complejidad enorme. Es decir, reconoció precipitación. Zapatero reconoció que Catalunya debería haber formado mucho más de la gobernabilidad del Estado. Argumentó que una reforma federal posibilitaría ese nuevo encaje que permitiese a Catalunya tener más peso en España y en la Unión Europea. "No creo en el derecho a decidir. Creo en el derecho a convencer", apostilló. La verdad es que los años de mediador internacional a Zapatero le han servido para llenar su zurrón de frases memorables, aunque hueras. La segunda consistió en decir que palabra usarían más a partir del 21D. Las respuestas fueron: "Fair Play" y "Talante". Adivinen quién dijo qué.

Y así acabó un debate con cierto aroma intempestivo, tanto en sus protagonistas como en muchos de los argumentos usados. Apelar al "fair play" y al "talante" después de una DUI y un 155 es el epítome perfecto de una situación que en Catalunya ha logrado transgredir los límites del absurdo. Mucho ha de cambiar la situación para disipar el pestilente olor a detritus existente en Catalunya. Y Mas y Zapatero, desde luego, no están llamados a ello. Évole reunió el domingo a dos de los principales impulsores del actual estado de cosas y ejerció de anfitrión de una velada que bien podría haberse llamado "La noche de los muertos vivientes". George A. Romero estaría orgulloso.

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